Andar en bus 2017



Es la hora pico, veo partir la unidad 98 de la parada en el cruce de la Avenida 3 y la calle 3. Mozotal brilla luminoso en el rótulo.  La observo pasar porque ya sé que es inútil intentar que abra la puerta para colarme. Me uno a la fila en espera del próximo bus. No tarda en llegar.  Todo parece moverse rápidamente, aunque el apuro no se nota.  Se trata más bien como si fuese una máquina que funciona a un ritmo establecido y constante. Llega presto el nuevo bus y se escuchan los pistones de frenos y de puertas que se abren. Bajan los pasajeros. El hombre entrado en años hasta espera para dar la mano a una mujer de edad similar. Siempre hay tiempo para un lindo gesto.p  El nuevo arribo sucede mientras la fila, arrinconada a la pared del mercado, da dos pasos al frente, hacia el quicio de acera, al unísono, como si fuera otro engranaje de la maquinita, y se  alinea de nuevo para abordar, en este caso, la Unidad 32.  Subimos.
Ya es la noche. Si miro al frente solo veo una larga cadena de ojillos rojos que desplazan adelante de mí, si avanzan pierden intensidad, si se detienen, crece su brillo. Si miro hacia atrás me siguen miles de ojos, amarillentos, brillantes, enceguecedores.  Tanto los ojos rojos como los ojos amarillos se mueven siguiendo las mismas sinuosidades del camino. Si hay un hueco, se hunden en el hueco, si el camino tiene una protuberancia, las luces la dibujan en su subir y bajar.
A veces mi cabeza da con una ventana. Todo es perfecto.  Mientras estoy dormido todo es perfecto.

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