El Gran Cazador de Cangrejos


A Jose Pulga (Jose sin tilde porque así llamamos a los José en nuestro barrio) me gusta recordarlo como el gran cazador de cangrejos.
Lo despedimos el martes 13 de agosto de 2013. Un martes 13 muy caluroso. Su ataúd, de madera cafecina, parecía más bien el caparazón de un animal que se asomaba desde dentro de la oscuridad de la lápida donde acababa de ser introducido. El sepulturero que en este caso no usó pala sino una pequeña cuchara de albañil, primero colocó un block de cemento en el centro de la cavidad. Después otro y luego medio block más.
El agua que se evaporaba del césped del cementerio de Coronado contribuía a aumentar la temperatura. Nadie se movía. Todos estábamos curiosos, viendo el trabajo del albañil. La tercera fila de bloques llegó y con ella, el adiós. Un último huequito donde el albañil colocó la última piedrita dejó colarse la última luz y el último asomo de nuestras miradas. Así nos despedimos de Jose, viéndolo quedar sellado por nueve bloques de concreto.
A Jose Pepona, como también le decían, prefiero recordarlo como el gran cazador de cangrejos. Tenía 35 años cuando le informaron que padecía Esclerosis Lateral Amiotrófica (“la enfermedad que padece Steven Hawkings, el físico”, es lo que decía a terceros cuando hacía mis relatos de amistad con el hoy difunto). Disfrutaba de la flor de la vida. Era joven y hermoso, fuerte y con el mundo por delante. ¿Quién no ha gozado de tales virtudes?
Hubo un tiempo en que también era conocido como “Pulgilla”, haciéndole el seguido a su hermano mayor, quien ostentaba el gran título de “Pulga”. En aquel entonces, unos treinta años atrás, estos hermanos Chinchilla gustaban de perseguir y puñetear a otros congéneres en las alamedas de La Facio.
Pero claro, a Jose prefiero recordarlo como el gran cazador de cangrejos. La muerte resulta ser siempre una criatura que nos negamos a reconocer. Cuando se convirtió en el gran cazador de cangrejos sabía ya que su muerte llegaría más temprano que tarde. Y también la negaba. También la negábamos todos los que le acompañamos en aquel paseo de nuestra familia a Playa Bejuco. Saltábamos desde la orilla del manglar hacia el estero, nadábamos juntos –ya sus músculos empezaban a pedir ayuda-, recorríamos la playa, reíamos y perseguámos cangrejos. Ninguno de nosotros se atrevió a atrapar una de esas criaturas de amenazantes tenazas.
Solo Jose pudo hacerlo, cumpliendo así con la predestinación de convertirse en el Gran Cazador de Cangrejos. Con sus manos, las que aún le respondían, tomó un pequeñito cangrejo, mientras reía fascinado viendo a la criatura luchar para librarse de tan poderoso enemigo. Puedo decir que en aquel momento era feliz y compartía su felicidad. Así es como prefiero recordarlo.






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