Café capuchino

Al lado de mi padre desperté. Hasta la cama cálida, que como un capullo nos protegía del frío exterior de estos eneros de principio de año, sí se pudo colar el ronquido del primer autobus.
Cuando abrí los ojos pude ser más consciente de la calidez de esa cama. Estuve así quedo por un rato, disfrutando ese peso y ese abrigo. Ni siquiera pensé en cómo hace cuarenta años dormía yo en ese mismo cuarto, al lado de mi madre, en el rincón de la vieja cama verde que en partes ahora cuelga en la vieja galera.
Ni siquiera pensé cómo escuchaba yo desde esa cama, igualmente abrigado, a mi madre y hermanos y hermanas trasteando, movilizándose, bañándose, preparando desayunos, y cómo escuchaba a Radio Reloj con su tic tac cada minuto dando la hora entre las noticias, y cómo se colaba la luz de la cocina hasta este mismo cuarto, que a lo mejor ya no es el mismo, porque ya sus paredes no son las mismas, ni su cielo, ni su cama. Siguen siendo los mismos sus tablas del piso, irregulares como la formación de mis dientes y el espacio que se encierra sobre ellas. Pero ya nada más es lo mismo.
“Chupón”, “Chupoooooón”, gritaba el niño malcriado y mi madre venía apurada a dejarme un botellón de aguadulce.
Pero hoy no pensé en nada de eso. Preparé un café y ahora lo tomo a sorbos. El frío se cuela por entre mis medias y afuera escucho un yigüirro y adentro el tic tac de un reloj chino con números arábigos.
Y afuera escucho el ir y venir ya de muchos vehículos y uno que otro autobús y adentro, en el cuarto que recién abandoné, escucho a mi padre jalar flemas y producir otros ecos mañaneros. Todo el resto es silencio. Todo permanece inmutable.  Hasta la cafetera eléctrica ya entró en el mundo del silencio y solo queda su rojo ojillo advirtiendo de su presencia.
“Hizo café”. Ahora todo es pequeño orden universal se rompe cuando escucho la voz de mi padre con su pequeño reclamo y observo su nonagenario cuerpo metido dentro de un buzo y un abrigo de pie junto al quicio de la puerta y sosteniéndose en una de las barras de soporte que mi hermano colocó para cuando la madre vivía sus últimos días.
“¿Con leche? Le pregunto y él asiente. Le replico que entonces vuelva a la cama, que ya se lo llevo.
Cuando vuelvo al cuarto, el viejo zorro está metido de nuevo en las cobijas. Extiendo la tasa hasta sus manos. Prueba el café. “Puro capuchino”, me dice. Y yo observo sus pequeños ojitos y su alegría. Una alegría pequeña y puedo advertir cómo se construye la vida, así, a puras pequeñas alegrías.

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