Salud buco dental

En 1936, a la edad de 14 años mi padre viajó cerca de 100 kilómetros para arrancarse sus inservibles dientes.

“Vivía en Naranjillo, donde los Blancos”, recuerda. De ahí, debía caminar hasta San Marcos de Tarrazú y después, 20 km más hasta El Empalme, donde se tomaba el autobús, o “cazadora” como se le llamaba entonces.

“Llegando a El Jardín, como a las cinco de la mañana, ví a un hombre con alforjas y el pantalón arrollado. Era mi hermano Vidal”.

¿Diay Rodrigo, para donde vas? Rodrigo, solo así me decía, Rodrigo. Al dentista. Ah, yo te voy a llevar. Y me llevó adonde unos Meza, que tenían consultorio en Heredia y en San José. Mi hermano me dejó con los Meza y se fue no sé para donde.

Sin entrar en detalles sangrientos, Rodrigo cuenta que los Meza le arrancaron los dientes de arriba. Tan solo una inyección le pusieron y destaca que ni una pastilla ni un remedio para detener la sangre o el dolor posterior.

“Dormí en Plaza Víquez, donde vivía mi hermano Claudio” y de ahí, temprano, había que salir para El Empalme.

Del regreso, no entra en detalles, más que tomó un bus hasta Cartago y otro hasta El Empalme. Que el resto era a pie. “Todo eso era a pie, y me agarró un sol por El Cedral y la boca se me puso así”. (Hinchada, derivo de su gesto). Y el pobre joven camina bajo el sol abrasador hasta El Bajo del Río, donde en la pulpería de los Cascante, la mujer se admira de ver a “ese pobre hombre como anda” y le prepara una sopa de leche. “Dios los tenga en su gloria”.

Sopa de leche adentro y de nuevo, la chancleteada hasta Naranjillo. Un viaje de dos días para desprenderse de unos dientes que le tenían mal, por el dolor propio de piezas careadas y de la mala dieta. “Lo enfermeban del estómago”.

Cepillo no había. Después sí. Y la gente se lavaba con cepillo y “miel de targuá”.

Después los Meza abrieron un “consultorio” en la casa de Goyo Barboza. Ahí sacaban dientes y los iban arrojando por una ventana. “Parecía maíz, pero eran puros dientes podridos”, se rie el viejo zorro, al recordar el reguero de dientes regados al pie de la ventana.

También había un boticario que arrancaba dientes. Y como la realidad no es más que una, sin arreglos literarios, dice mi papá que el tal boticario tenía una tenaza toda herrumbrada con la que arrancaba las muelas. “Su mamá tenía como quince días con un dolor de muela”. Entonces Manuela (la madre de ella) le propuso la consabida visita al boticario. Papá describe a un viejo boticario jalando la muela, y yo lo imagino con la lengua asomándose por la boca, tirando como el mayor de los caballos hasta lograr desprender una enorme pieza dental. Mi madre, como es usual en ella, debió haber soportado con estoicismo la operación.

“Ya recién casados, apenas engordamos un chancho, le dije que fuera a sacarse los dientes”, comenta mi padre. Y ella se lo hizo con toda diligencia.

Así que en la primera mitad del siglo pasado, era muy común que las personas perdieran sus dientes a muy corta edad.

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